Tuesday, November 28, 2006

El Síndrome del Cronopio



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Por: Gabriel Castillo-Herrera.

¡La pucha! ¡Cuánto tiempo ha pasado! Hace ya varias lunas, varios soles, varios amores (y sobre todo desamores) desde aquella vez que –entre cínico y apostador a las circunstancias- le pedí a mi padre un cigarro. Fue por los tempranos 60’s. Es el recuerdo más lejano de mi adolescencia. Para los chavos de hoy no tendrá nada de extraordinario el hecho; pero para los de mi generación (¿acaso “degeneración”?) era algo así como un pecado fumar delante de los padres. Aprovechando el ateísmo de mi progenitor y mi devoción por todo lo relacionado con lo pecaminoso, lo hice. Él, no sin el consiguiente sacón de onda, me lo dio.

Y desde ahí no he parado. No, no de fumar ni de pedirle cigarros, sino de ser un adolescente. Eso me dijo una vez una ex amiga terapeuta. Creo que muchos de los de mi generación -los que fuimos cronológicamente jóvenes en los 60’s- no podemos sustraernos de tal condición: la del Síndrome del Cronopio.

Todo tiempo pasado... NO fue mejor; lo que sucede es que éramos un poco más jóvenes. La única diferencia con ahora, es que por aquella época se generaron diversos movimientos culturales y contraculturales en todos los ámbitos. El artístico, el social, el político, el ideológico. Una prueba contundente de ello es que los jóvenes de hoy, los que se preocupan de algo más que lo que las sociedades actuales dan, voltean la mirada a esos años. (Una muestra inmediata que se me ocurre es la música popular y el rock).

Sin embargo, la mayoría tenemos –por lo menos- el recuerdo de haber sido correteados o golpeados por la policía –en el menor de los casos- o por el ejército. No había lugar para la protesta o la disidencia. A los 9 años me tocó vivir mi primera experiencia con la cerrazón del sistema: recibí mi primera “dotación” de gas lacrimógeno y corretiza por parte de los granaderos durante una manifestación del magisterio. Fue casual, ya que iba con mi madre por Avenida Juárez y San Juan de Letrán (hoy Eje Central) para hacer unas compras.

Pero, eso sí, me tocó vivir el 68. Me tocó sentir la represión en varios órdenes.

Poco antes, también me tocó recibir mentadas de madre, agresiones gratuitas por usar los pantalones mugroso-ajustados, traer el cabello largo y usar barba. Gritos de “¡pinche jipi!”, “¡comunista mierda!” y “¡puto greñudo!” resonaron muchas veces en mis oídos. De esas situaciones siempre salí bien librado con un inmediato recordatorio a la progenitora del agresor.

En los sesentas luchamos contra todo lo “ruco”. Lo “ruco” desde el punto de vista de retrógrado, caduco y digno de morir. “Ruco” es ser autoritario. Así, “ruco” era el Estado, las relaciones familiares (“dice mi mamá que no puedo ir porque estoy castigada”)., los sistemas educativos (“si no me traen el trabajo con pinche mil hojas y a máquina, se los carga la chi...), la Iglesia (¡Uf, esa sigue igual!), en el trabajo (“Aquí hay que venir de traje y corbata”), las relaciones de pareja (¡uta!, la manita sudada) y hasta la forma de ser adolescente (“¡no mames, güey!, aquí no eches desmadre”).

La principal aportación de los años sesenta es esa: haber convertido a los jóvenes postwar (desencantados por la angustia de morir aplastados por la bomba) en cronopios decididos a luchar por un mundo mejor; (un cronopio es un joven que es mitad cheguevara y mitad beatle). Jóvenes portadores de la semilla revolucionaria, agentes de cambio.

Y fue un movimiento mundial. Y en todo el orbe (excepto en Cuba) los rucos destriparon a los chavos. Lo mismo en EU’s (que hasta a la guerra los mandaron), que en Checoslovaquia, que en la culta Francia, que en México. Con gritos y pintas de “La Imaginación al Poder”, “Desconfía de quien tenga más de treinta años”, “We want the world and we want it... NOW!”, “Pinches rozkos” (así no se escribe), “¡Sal al balcón, chango cabrón!”, la juventud le exigía a la ruquez que dejara de ser ruca (es claro que hay rucos que son jóvenes y jóvenes que son rucos). Que se superaran los anacronismos y que las sociedades se... (en una palabra) democratizaran. Pero la ruquiza –enemiga del cambio y engreída- dijo: “¿Quiénes son estos méndigos escuicles para cuestionar mi autoridad?” Y arguyendo razones de Estado nos dieron in the tower por todo el planeta.

Sí, nos dieron en toditita la madona; pero a la larga la cronopiza está triunfando. Y aunque existen muchos hijos de los rucos de entonces que heredaron la ruquez, y que ahora detentan el poder, la historia no va para atrás.

Lo más importante de lo sucedido en los sesentas no es que haya habido en ese entonces un Ché, un Ho Chi Min, un Marx (su influencia en la generación de entonces, no físicamente), un Sartre, una Beauvior, una Tania, un Dylan, un Lennon, un Harrison, un Rey Lagarto, un Serrat, un Cortázar, un Fuentes, un CNH, una Revolución de Mayo, un La Onda, un Polanski, un Allen, un Antonioni, un Esalen Institute, una mirada a oriente, un budismo, unas Panteras Negras, una Checoslovaquia, una Guerra Fría, unos hippies, una mota, un amor y paz, una carrera espacial, un Cuevas, un... un... un... ¡un chingo de cosas! No, lo importante es su papel catalizador; el haber sembrado en la cabeza de los cronopios la idea del cambio y la lucha contra lo anacrónico. Y las cosas han cambiado gracias a todo eso que ocurrió en los sesentas. (Simpático el presi, cuando dice que se deben a él. Y simpáticos –también- los intelectualosos que se lo creen). Es una idea bastante ruca pensar que nuestra salvación está en la llegada de un mesías.

Por todo ello, espero no hacerme ruco nunca. Espero, quizá absurdamente, llegar a ser –si la muerte no pisa mi huerto antes- un cronopio de 80 años. Aunque mi ex amiga la terapeuta me haya etiquetado como “inmaduro” y “adolescente”.

Quiero seguir padeciendo el Síndrome del Cronopio”.

(Escrito en Febrero del 2003)

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